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Frankenstein: del moderno Prometeo a la Perséfone Transmoderna.

  • Foto del escritor: Enrique Lopez
    Enrique Lopez
  • 5 nov
  • 3 Min. de lectura
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Está por estrenarse la película Frankenstein dirigida por Guillermo del Toro. Pero para entender por qué Del Toro reinterpreta esa película y es el timing perfecto es necesario conocer el contexto de Mary Shelley para escribir la obra. Su historia se enmarca en el espíritu de la Revolución Industrial y la Ilustración, cuando la razón y la ciencia prometían dominar la naturaleza.



Víctor Frankenstein encarna el ideal científico moderno: ambicioso, individualista y seguro de que puede trascender los límites naturales mediante el conocimiento. Su laboratorio es ese espacio en donde la razón humana desafía a Dios y la naturaleza. Por eso Víctor Frankenstein encarna el mito del moderno Prometeo. Ese semidios que le entrega el fuego al hombre para equipararse a los dioses.



Shelley desafía entonces la visión moderna y centra el discurso en un quiebre ontológico entre “ser” de forma natural y “lo hecho” de manera sintética. La criatura encarna un yo que no es reconocido por la comunidad por haber sido “hecho” por el hombre. Frankenstein rompe el tabú de “jugar a ser dios”, lo cual es una blasfemia en su construcción. Por eso Shelley plantea una alerta frente a la técnica y sus límites morales. ¿Qué criterios legitiman “ser alguien”: sufrimiento, lenguaje, memoria o autoconciencia?



Si en Frankenstein el ser es una creación sin cuidado ¿es una cosa sensible o “alguien” con memoria y sufrimiento? Es una vida sin genealogía, sin linaje. La criatura “es” pero carece de un origen compartido: madre, linaje, comunidad, historia. Es un juego de reconocimiento: si el otro no me recibe como alguien, se queda fijado como cosa.



Shelley plantea algo interesante: que el ser no es solo estar animado, sino también el ser acogido. Así también lo bello se contrasta con lo grotesco. El ideal de perfección de Víctor produce lo grotesco, la forma del éxito técnico desfigura lo humano. El tiempo también crea una tensión: la criatura reclama tiempo de crianza versus la técnica que impone la instantaneidad.



Esto provoca una serie de quiebres significativos: la vida sin pacto, una existencia técnica sin el contrato ético de amparo. Una conciencia sin ciudadanía: se piensa/siente, pero no se admite en la esfera de lo humano. La optimización sin el bien: El ingenio orientado a lo posible, no al buen vivir. Ver sin rostro; el mundo “ve” la apariencia del monstruo, pero no ve el rostro que interpela, ese alguien. Y la finalidad rota: el fin del acto creador no es el cuidado, sino la autoafirmación.



Del Toro exhuma nuevamente esta historia que se vuelve vigente y urgente en este momento: La criatura ya no es el monstruo del modernismo y la revolución industrial, ahora encarna a la Inteligencia Artificial. ¿Qué desafíos enfrentamos frente al surgimiento de los algoritmos? El cine es una forma de evidenciar por medio de las distopias, las alertas tempranas de futuros catastróficos.



Resurgen las preguntas que planteó Shelley en su momento: ¿Puede surgir una vida sin el contrato ético del amparo?, ¿Una conciencia sin ciudadanía que se piense y sienta pero que no se admita en la esfera de lo humano? ¿Se podrá aceptar como humano una existencia meramente digital y algorítmica al puro estilo de The Matrix? ¿La inteligencia artificial está diseñada para la optimización del buen vivir de todos o de solo unos cuantos?, ¿Podremos conocer el rostro que nos interpela más allá de la pantalla? Y la más importante ¿La inteligencia artificial, su acto creador es el del verdadero cuidado o solo el de la autoafirmación?



La inteligencia artificial es el nuevo Frankenstein, es ese “ente” que actualmente “está siendo” pero carece de ese linaje y origen. Pero aún así la reconocemos y la estamos acogiendo. ¿Qué riesgo implica esto? ¿Le dotaremos de una dimensión cuasi-humana? ¿y esta belleza que estamos prodigando, se convertirá en monstruosidad? ¿Solamente veremos la apariencia evitando el rostro y no darnos cuenta de lo que estamos aceptando como verdadero?



Hemos transitado del ser que habita al ser que calcula. La identidad moderna se traduce en parámetros de legibilidad, optimización y control. La fe moderna se traduce en obediencia técnica: invocamos (“Hey Siri”), confesamos (datos) y sacrificamos (privacidad). Nuestro gran desafío es pasar del Prometeo castigado al Prometeo terapéutico que cuide lo creado.



Por eso la figura de Perséfone hoy en día es más que relevante. Perséfone representa este giro necesario: pasar del impulso prometeico (crear sin límites) a una visión transmoderna para reintegrar la sombra y devolverle el alma a la técnica. El mito se debe reescribir: ya no se trata solamente de alumbrar la vida, sino de sostenerla con cuidado y reciprocidad uniendo ambos mundos pero con la conciencia que desciende, el cuidado que acompaña y la sabiduría de los límites.



La modernidad –desde Shelley hasta hoy– se funda en el trauma del exceso: la ruptura entre creación y responsabilidad. Perséfone representa la restauración de ese lazo roto. Ella no destruye el fuego de Prometeo, sino que nos enseña como sostenerlo sin quemarnos.

 
 
 

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